El boletín Junior del Instituto de Conservación de Ballenas
¿Sabías qué?
Foto: Mariano Sironi
Un recurso valioso
Por María Laura Marcías
Antes…
La mañana está hermosa. Ni una nube surca los cielos. El sol resplandece y sus rayos le dan a la piel un calorcito que devendrá en un lindo bronceado (si me pongo protector). Atravesamos calles de ripio surcando la estepa patagónica. A simple vista pareciera no haber mucho más que en un desierto, pero pronto descubriría estar equivocada. El viento amenaza con hacer de mi pelo una maraña incontrolable pero eso, sumado a la cantidad de tierra que me invade, me genera una sensación más que linda de estar mucho más natural, en sintonía con el paisaje que me rodea.
Tengo miles de folletos desparramados por el auto, todos mostrando una silueta de una cola enorme del animal más grande que haya existido, así dicen.
Lo primero es informarme, aunque los paquetes turísticos ya vienen cuadrados con fecha y hora de salida, sin mucho lugar a improvisaciones. Así que arribé a una empresa de avistaje y en dos minutos tenía puesto un chaleco salvavidas que me hacía ver más que gorda, atiné a acomodar los abrigos lo más que pude pero ya me encontraba en el barco rumbo al mar, a ver un espectáculo único…
Durante…
Fueron los minutos de mayor ansiedad de mi vida. Miraba por todos lados y sólo veía agua. Buscaba lo que me habían prometido ver. ¡Qué ilusa al buscar desesperadamente! En cuanto apareció, no fue difícil verla. Un animal gigante, de 13 metros , respiró vigorosamente y al poco ratito, uno más pequeño, pero igual de imponente, surcó la superficie. Dijeron que es la Ballena Franca Austral y que era una madre con su cría, ya que esta zona (Península Valdés) es un área de cría y reproducción de la especie. No hay forma de describir lo que sentí. Jamás me hubiera imaginado que tendría un animal tan grande tan cerca y que fuera tan pacífico. Al principio no distinguía la cabeza del lomo, ni en qué posición estaba, pero el guía ballenero nos fue ayudando a interpretar lo que veíamos. Era bastante complicado y parecían todas iguales, pero nos enseñaron que tienen una disposición única de sus callosidades (placas de piel engrosada y rugosa que se ven arriba de la cabeza) como nuestras huellas dactilares y que eso permite identificarlas individualmente. Después de un rato de observación me di cuenta que cada una era distinta, hasta por la personalidad. Algunas se acercaban curiosas, otras crías eran muy juguetonas y causaban ternura con sus movimientos más enérgicos y toscos que los tranquilos y suaves andares de las madres. Y había otras más tímidas o que ni se percataban de los ojos que las miraban. A veces no sé quién observa a quién.
Las dos especies nos encontrábamos en sintonía con el paisaje, nuevamente. Los flashes de las cámaras fotográficas no cesaban. ¡Mis niños no me iban a permitir volver a casa con menos de mil fotos!
El tiempo pasó volando. A la hora más o menos y después de observar varios ejemplares, un par madre-cría llamó la atención. Estaban jugando. El guía del avistaje dijo:
“Los invitamos a bajar las cámaras, ya tienen decenas de fotos de las ballenas, este es el momento de observar lo que está ocurriendo frente a nuestros ojos y no a través del lente, una madre ballena con su cría subida a su panza, jugando y disfrutando de descansar un poco, un espectáculo sin montaje ocurriendo de manera natural en un Área Protegida como lo es Península Valdés, un lugar único en el mundo…”
Nos quedamos hasta que se fue el sol. Vimos pingüinos, lobos, aves, un hermoso atardecer y las ballenas… ¿Qué más se podría pedir? Península lo tiene todo, tiene magia…
Después…
Siento que mi vida tiene un antes y un después. Antes y después de verlas. Es increíble poder ver a un animal salvaje libre en su medio ambiente disfrutando simplemente de… existir. Yo no quiero vivir en un mundo sin ballenas. Y sé que está en mí y en todos nosotros, protegerlas.
¡Pongamos nuestro granito de arena para su conservación!
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